Como nos la contaron se las contamos
El Siglo XVIII es conocido como la época de oro en Guanajuato, debido a que fue cuando se alcanzó la bonanza de las minas. Durante estos años se corrieron muchos mitos sobre la ciudad y sus alrededores. Se decía que los cerros estaban repletos de metales preciosos; que la plata fluía a la superficie y se derretía al contacto con los rayos del sol; que el oro brillaba en las noches y que todas las campanas de las iglesias eran de oro macizo.
Justamente con tanta abundancia también aparecieron los centros de vicio: las tabernas, donde se bebía hasta perder la conciencia. Ahí también se jugaba, se apostaba y bailaba para alegrar a los mineros a cambio del fruto de su trabajo. Con este fin se instaló en el Callejón de Robles un bodegón que atendía un andaluz maldiciente y dicharachero.
Al toque de queda, las puertas del establecimiento se cerraban para dar principio a la jugada de las cartas y al baile.
Entre los clientes más asiduos y gastadores se encontraba Florentino Montenegro, un barretero de la mina de San Juan de Rayas, buen mozo y galán atrevido, que despilfarraba su dinero en el vino y en el amor. Salía siempre a las tres de la mañana, dando traspiés y sin acordarse de nada.
En una de esas noches, Florentino se marchó más temprano que de costumbre. Pasaban de las doce de la noche, pero por alguna razón apresuró el paso.
Al llegar a la esquina distinguió entre las sombras, el contorno de una figura humana abrazada a una puerta, como si esperara a alguien. Florentino se acercó para cerciorarse de quien se trataba. Era una mujer con trazas de ser joven y bonita. La oscuridad de la noche y los vapores del alcohol no le permitían apreciar aquel hallazgo, él se le declaró y le hizo proposiciones para que lo acompañara.
Florentino no se equivocó, la mujer era de facciones lindas y de cuerpo esbelto, vestía toda de negro. Al acercársele, ella quiso huir, pero él la sujetó con fuerza y le preguntó dónde vivía, ella con un ademán le indicó la dirección que debían tomar e iniciaron la marcha de inmediato.
Llegaron al callejón de Perros Muertos, doblaron a la izquierda y entraron a un callejón estrecho y misterioso donde las sombras de la noche eran más densas. Al llegar al fondo, ella abrió una puerta por la que pasaron hasta el interior que se encontraba iluminado por un resplandor rojizo.
Florentino sintió una corazonada, ya que él no conocía nada de lo que veía a su alrededor, pero atribuyó su desconfianza al estado de embriaguez que le inundaba. Bajaron por una escalera en forma de espiral. Al momento, Florentino se percató que la bella joven, quien lo tomaba de la mano, había cambiado de apariencia y que se asemejaba a una mariposa negra que aleteaba apresuradamente.
Levantó la vista y pudo distinguir un pequeño punto negro a lo lejos que era por donde habían entrado. Las piernas le comenzaron a temblar y perdió el equilibrio, resbalando con estrépito.
No pudo precisar el tiempo que duro la caída, pero al llegar al fondo quedó sorprendido por lo que vio: eran unas figuras grotescas que bailaban en torno de una gran antorcha que lo iluminaba todo. A los lados había espaciosas galerías, en unas se encontraban multitud de hombres y mujeres encadenados, cuyos pesados brillos los volvían inmóviles; en otras había montones de oro y plata, ahí unos hombrecillos de estatura diminuta se entretenían en inyectar en la roca la plata y el oro que extraían otros hombrecillos de la enorme antorcha, para formar las vetas que se convertirían en fuentes inagotables de riqueza.
En otra de las galerías se podía percibir un macabro espectáculo. Había cadáveres de pie petrificados formando filas interminables. La leyenda narra que eran los cuerpos de quienes murieron afanosos de riquezas, que no pudieron en vida disfrutar.
El hombre no podía soportar ese espectáculo rebosante de crueldad y comenzó a gritar, enloquecido por todo lo que estaba observando.
Dos gigantes de rostro ahumado lo sujetaron, colocándole una pesada cadena. Así, prisionero, quedó para siempre en este antro infernal para que ingresara al grupo de condenados a esos trabajos. Su desesperación no conocía límites y fueron inútiles las peticiones de la clemencia que solicitaba.
La mujer que lo había llevado hasta ahí, nuevamente se le apreció y para calmar su destino, le convidó un brebaje. Apenas alcanzó a tomar dos sorbos cuando quedo profundamente dormido.
A las seis de la mañana, la campana mayor de la parroquia anunció el Ave María. La ciudad de Guanajuato se despertó para iniciar sus labores diarias. La aurora de ese amanecer aún no disipaba del todo las sombras de la noche, cuando la ronda municipal, en el último recorrido, se encontró un hombre dormido y tiritando de frío en el estrecho callejón que desembocaba en la calle del hinojo.
Era Florentino Montenegro, el barretero de la mina de San Juan de Rayas. Uno de los vigilantes lo despertó. El pobre borracho, entumecido, se incorporó tembloroso y somnoliento y les dijo: acabo de llegar del infierno. He pasado una noche en aquellas horrorosas profundidades… ¡Allí está la puerta de entrada! – les señaló un cuartucho todo ruinoso.
La puerta que daba acceso al cuartucho deshabitado se encontraba cerrada. Al abrirla se dieron cuenta de que no había indicios de haber sido habitado en años. Tampoco había agujero alguno, como para que los de la guardia le creyeran que había venido del mismo infierno.
Envejecido por los años y achacoso por las enfermedades, Florentino solía sentarse en una silla afuera de su casa, en el barrio de Terremoto, para contarles a los muchachos la extraña experiencia que vivió aquella noche, y a los mineros para instruirlos en el procedimiento de hacer oro y plata. Se dice que gracias a estos sabios consejos, Guanajuato se llenó de más riquezas todavía.